¿Como había
llegado allí?
Lo único que
recordaba tras el accidente era como le llevaban urgentemente a una
sala de operaciones y allí le durmieron con la anestesia, quedando
todo oscuro después. Al instante se encontraba en esa pequeña
habitación cuadrada donde lo único que había eran cuatro sillones y una
pequeña mesa de cristal en medio de ellos.
¿Una sala de
espera?
Fue a la única
puerta que había e intentó abrirla, pero estaba cerrada. La aporreó
y gritó llamando a cualquiera que estuviera al otro lado exigiendo
que le dejaran salir. Pero no hubo respuesta alguna.
Muy nervioso, el
tipo no paró de dar vueltas. Necesitaba un cigarrillo. Buscó en los
bolsillos de su americana el paquete de tabaco, pero no tuvo éxito.
Buscó mas y vio que aún conservaba la cartera, su agenda y el
encendedor; si alguien le había robado, solo se había llevado el
paquete de tabaco. Algo muy raro, aunque pronto recordó que se lo
había dejado olvidado en la oficina, donde, como muchas veces, se
había quedado trabajando hasta muy tarde.
Continuó buscando
y su rostro se iluminó al encontrar su móvil en un bolsillo. Estaba
salvado. Ahora podía llamar a la policía y volver con su familia.
Pero la alegría duró poco al comprobar que en ese lugar no había
cobertura. Furioso, arrojó el
aparato contra la pared antes de ponerse a aporrearla y a dar patadas
a los sillones.
Mas tranquilo, empezó a darse cuenta de las cosas raras que pasaban allí. Antes no había reparado en ello, pero ahora si se dio cuenta de que tenía el mismo traje que llevaba cuando el accidente, pero este estaba completamente intacto. No había desgarrones o manchas de sangre; incluso recordó que, antes de que lo durmieran, una enfermera le cortó el pantalón con unas tijeras y estos estaban ahora intactos.
Al no haber espejos allí, miró su reflejo en el cristal de la mesa y pudo comprobar que estaba completamente ileso. No había magulladuras, ni huesos rotos, ni trozos de cristal clavados en su piel. ¿Que estaba ocurriendo?
Entonces, su mente se iluminó.
¡Un milagro!
Si, un milagro. Por fin el Salvador había actuado para ayudar a uno de sus mas fieles siervos.
No había otra explicación. Seguramente, nadie en la sala de operaciones dio crédito a lo que estaba pasando allí y esos paganos de la ciencia, al encontrarse con algo que les era imposible de comprender o explicar sin el uso de la razón, habían decidido encerrarlo allí para estudiarlo, como una rata de laboratorio.
“Deben estar muertos de miedo –pensó mientras una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro.
Se sentó en uno de los sillones y esperó. Tarde o temprano se rendirían a la evidencia. Habían dado con algo que su preciada ciencia jamás podrá explicar y la dictadura de la razón llegaría a su fin. Y era él el elegido para acabar con toda esa pantomima. Él haría que la gente recuperara su fe y volviera a las iglesias buscando la salvación y recuperando los valores cristianos que habían dejado de lado.
Su mente se llenó de gozo. El mundo estaba a punto de cambiar y él era el mesías que traería la salvación. Ya se veía hablando ante los medios de comunicación con una gran horda de fieles adorándole; incluso se imaginaba al mismísimo Papa arrodillándose ante él y cediéndole su trono en Roma.
Y así estuvo horas
hasta que la puerta por fin se abrió entrando por ella un hombre.
Era un tipo alto y delgado, muy pálido. Debía tener unos 35 años y
vestía con unos pantalones y una camisa, ambos de color negro.
– ¿Carlos Gómez?
–preguntó con una voz extraña.
– Si –respondió
él.
– Acompáñeme.
Se levantó y
siguió al tipo de negro, quién le condujo por un largo pasillo
lleno de puertas que no parecía tener fin.
Finalmente, se
detuvo frente a una de las puertas, la cual abrió. Esta daba a un
amplio despacho, a cuyo fondo, tras un enorme escritorio, se sentaba
una mujer vestida de ejecutiva. Era una mujer bastante atractiva que
debía tener unos 27 años. En esos momentos llevaba puestas unas
gafas y tenía sus rubios cabellos recogidos en un moño, pero eso no
le restaba atractivo. En esos momentos se encontraba escribiendo.
– Le traigo al
señor Gómez –dijo el tipo de negro.
– Bien –dijo la
mujer mientras escribía –. Puedes dejarnos.
El tipo de negro se
fue cerrando la puerta tras de sí y él se quedó solo frente a
aquella mujer que ni tan siquiera había alzado la mirada para verle.
Él, aunque se sentía algo atraído por su atractivo, la miró con
desprecio. Conocía muy bien a las de su calaña, chicas tan
ambiciosas como arrogantes que solo vivían para buscar el éxito
laboral en ese mundo moderno en el que le había tocado vivir,
olvidándose del lugar que le correspondía a la mujer, el hogar y la familia, a
los que daban la espalda para triunfar en un mundo al que no
pertenecen. Pero todas ellas tenían los días contados. Cuando el
nuevo orden llegase, volverían a donde deben estar al comprender que vivían en pecado.
– Haga el favor
de sentarse –dijo la mujer sin todavía dejar de escribir –.
“Da todas las
órdenes que quieras, zorra, que ya te queda poco tiempo –pensó
mientras se sentaba en una de las sillas que había frente al
escritorio.
Desde allí
sentado, observó como la mujer continuaba escribiendo hasta que,
finalmente, dejó de escribir y, por fin, alzó la vista para mirarle; fue una mirada tan penetrante que le causó ciertos escalofríos.
– ¿Como se
encuentra? –preguntó.
– ¿Que como me
encuentro? Pues bien –dijo él irónico–. Mejor que nunca, debo añadir.
¿Me va a explicar a que viene esta pantomima?
– Lamento que le
hayamos hecho esperar, pero teníamos que darle tiempo mientras se
adapta a la nueva situación.
Frunció el ceño.
– ¿Que nueva
situación? No me diga que ya se ha corrido la voz... -ya había empezado, pensó entusiasmado, aunque se esforzó en permanecer serio.
– No es lo que
usted piensa, señor Gómez. La única situación que ha cambiado es
la suya. Solamente la suya, ya que el conductor del otro vehículo sobrevivió. Aunque, de todas maneras, la culpa del accidente fue solo suya al dormirse al volante; no es nada bueno trabajar hasta tan tarde.
Abrió los ojos
como platos.
– ¡¿Que?!
–preguntó con voz temblorosa sin dar crédito a lo que estaba
oyendo.
La mujer, mientras,
sonrió de una manera que asustaba.
– Si, señor
Gómez, está muerto. Los médicos hicieron todo lo posible para
salvarlo, pero no lo consiguieron. Su mujer ya ha identificado el
cadáver y ha iniciado los trámites para el entierro.
– Esto es una
broma –se esforzó por intentar reírse, pero no lo consiguió –.
Estoy en un programa de cámara oculta.
La mujer, sin
mediar palabra, abrió un cajón, sacó un revolver, le encañonó y
apretó el gatillo.
Sintió el impacto
de la bala y el insoportable dolor que esta producía al penetrar en
sus órganos. Sin embargo, seguía estando vivo y, al mirar el lugar de su pecho donde había impactado la bala, no había herida alguna; ni tan
siquiera la camisa estaba agujereada. De no haber sentido ese fuerte dolor, habría pensado que el arma tenía balas de fogueo.
Desconcertado, miró
a la mujer.
– Así es, señor
Gómez –dijo esta mientras volvía a guardar la pistola en el cajón
–. Seguirá sintiendo dolor, pero ya no morirá.
Él se quedó
petrificado. Había pasado en poco tiempo a creer que había sido
beneficiado con un milagro divino a estar completamente muerto.
– Veo que ya lo
ha comprendido –continuó la mujer –. Así que no perdamos mas
tiempo. Como encargada de tramitar su traspaso a la otra vida, quiero
cerrar esto cuanto antes –sacó de otro cajón un documento y se lo
puso ante él junto con una pluma estilográfica –. Haga el favor
de firmar y podrá marcharse a su nuevo destino cuanto antes.
Cogió el documento
y se lo quedó mirando.
– ¿Puedo leerlo?
– Por supuesto.
Lo leyó y sus ojos se abrieron tanto que casi se le salen de las órbitas a la vez que sus dedos apretaron tan fuerte el papel
que lo arreguñaron y casi lo rompen. Miró a la mujer incrédulo.
– ¿Pero que
demonios es esto?
– Su destino,
señor Gómez .
– Pero, aquí
dice que mi destino es EL INFIERNO...
La mujer asintió.
– Nosotros lo
llamamos inframundo, pero se lo he puesto con el nombre que usted y
los suyos utilizan para hacérselo mas fácil.
– Esto no puede
ser... Debe haber un error...
– Aquí solo
tramitamos los traslados al infram... perdón, el infierno. Si le
enviaron aquí, es porque ese es su destino. Es posible que los de
arriba hayan cometido un error, pero eso quedó descartado cuando le
disparé, ya que sintió dolor y los destinados allí arriba no lo
sienten, ya que ellos no van a pasar por las continúas torturas y
castigos corporales que le esperan a usted.
– ¿A que se
refiere?
La mujer oprimió
un botón que había en una esquina del escritorio y una compuerta se
abrió en la pared que tenía tras ella dejando al descubierto una
pantalla de Tv. Él solo vio a penas un minuto del vídeo antes de
que ella volviese a oprimir el botón y cerrase la compuerta, pero lo
que vio en la pantalla le encogió el corazón y casi le hizo
vomitar. Todo lo que le habían contado del infierno se quedaba corto
con lo visto en la pantalla.
– Esa es su nueva
vida a partir de ahora, señor Gómez. Ahora firme y terminemos esto
cuanto antes.
Él agarró el
documento y, de forma compulsiva, lo rompió en mil pedazos. La
mujer, en cambio, soltó unas carcajadas mientras sacaba otro
documento.
– No sea
infantil, tengo muchos mas. Además, esto es solo un pequeño trámite
para hacer su traslado mas agradable. Firme o no firme, irán allí
de todas formas. Aunque, he de decirle que si no firma y se opone a
ir, será llevado por la fuerza y le aseguro que eso no será nada
agradable.
– Esto no puede
estar pasando. Yo no tengo que ir allí, me he ganado con creces mi
lugar en el cielo.
La mujer sonrió
maliciosamente.
– ¿Eso cree...?
– ¡Claro que si!
No he faltado un solo domingo a misa a lo largo de mi vida, he dado
multitud de donativos a la iglesia, me mantuve virgen hasta el
matrimonio, he hecho muchas campañas contra el aborto y contra el
uso del preservativo y he luchado para imponer la religión como
asignatura obligatoria. Me ha ganado a pulso estar en el cielo.
La mujer soltó
entonces unas fuertes carcajadas antes de levantarse e ir hacia un
mueble archivador del que extrajo una carpeta de cartón color crudo con una etiqueta pegada en la que había escrito su nombre. La abrió y dejó sobre el escritorio mientras volvía a sentarse.
– Veamos –dijo
mientras ojeaba los documentos que había en la carpeta – . Durante
su adolescencia agredió, humilló y acosó a un compañero de
instituto por ser homosexual. Entre los 20 y los 25 años participó
en el sabotaje y destrucción mediante incendios de varios centros de
planificación familiar. Hizo que despidieran a una profesora del
colegio de sus hijos por permitir dar charlas de educación sexual.
También hizo que despidieran a una trabajadora de su empresa por
haber tenido un hijo fuera del matrimonio acusándola de mantener relaciones con otro empleado al que también despidió.
Él escuchó
atónito lo que decía. Jamás pensó que todo aquello fuera a
pasarle factura.
– Y estos son
solo los delitos menores –continuó la mujer –. Hablemos mejor de
la estafa que orquestó desde su inmobiliaria y que dejó a miles de
personas sin casa y sin los ahorros de su vida. O de como se libró
de esto haciendo que su ayudante, una persona completamente inocente,
pagara el pato y terminara en la cárcel ocupando el lugar que le correspondía a usted. O de como sobornó a unos médicos para que
ingresaran a su hija en un centro psiquiátrico cuando se quedó
embarazada; sin mencionar que, cuando dio a luz, usted le arrebató el bebé y lo dio en
adopción. O eso fue lo que dijo, porque la verdad es que lo
vendió a un matrimonio rico que no podía tener hijos –dejó de mirar los papeles para
mirarlo fijamente –. Si hubiera sido mejor persona, podría haberse
reencontrado con su hija. Ella está ahora mismo ahí arriba –señaló
el techo con un dedo sin dejar de mirarle –, fue allí directamente
después de que se suicidara en su celda al saber lo del niño. Ni tan siquiera se alegró usted de que la chica no abortara; y eso que pensó en hacerlo.
Él se llevó las
manos a las sienes mientras trataba de asimilar todo aquello. No
podía creerse que su hija, quién le había traicionado acostándose
con su novio a sus espaldas siendo solo una adolescente y sin haber
pasado por el altar, estuviera en el cielo.
– Y todo esto no
es mas que la punta del iceberg –continuó la mujer mientras
cerraba la carpeta –. Usted creyó que confesándose cada semana
con su sacerdote de confianza quedaba limpio de todo, pero no es así. Todo
el mal que ha hecho a lo largo de su vida queda registrado –señaló
la carpeta con uno de sus dedos –. Además, ese sacerdote tan amigo
suyo también pasará por aquí cuando le llegue la hora; es lo que
tiene el abusar de niños.
Él dejó de
masajearse las sienes y fulminó a la mujer con la mirada.
– ¿Quién se ha
creído que es, puta? –se puso en píe y se encaró con ella –.
Yo he sido un buen cristiano y me he ganado mi lugar en el paraíso.
Todo esto no es mas que una pantomima.
La mujer sonrió
maliciosamente.
– ¿Quiere que le
dispare otra vez?
El tipo, furioso,
ya no podía aguantar mas; no iba a permitir que ese ser inferior se burlara de él. Alzó su mano y descargó una fuerte
bofetada contra la mujer. Sin embargo, su mano no llegó a tocarla,
ya que ella se la detuvo agarrándole por la muñeca con un rápido
movimiento de reflejos; la mano y el brazo con que lo había hecho
parecían ser de acero. Acto seguido, le estrujó la muñeca
haciéndole retorcerse de dolor.
– Mire, estoy muy
ocupada y no tengo tiempo que perder –dijo la mujer tranquilamente
mientras estrujaba la muñeca con una fuerza sobrehumana que él
jamás se hubiera imaginado que tendría –. Pero si quiere que
resolvamos esto como os gusta a los hombres, por mi encantada. Ya he
mandado a unos cuantos bien calentitos allí.
Tras decir esto, le
soltó. El tipo cayó al suelo llorando mientras se masajeaba la
muñeca con la otra mano; no tenía ningún hueso roto, pero le dolía
como si se estuviera rota.
– Entérese bien
–continuó ella –. Todo lo que le contaron era mentira. Los que
mandan allí arriba no son quienes usted cree y, mucho menos, los que
mandan aquí abajo. Lleváis siglos inventándoos religiones y tonterías, pero no
dais ni una.
Cuando empezó a
pasarse el dolor, volvió a sentarse en la silla. La mujer, mientras,
le puso de nuevo delante el documento y la pluma estilográfica.
– Ahora, por
favor, firme y haga esto mas fácil. Puede ir allí por su propio píe
o podemos llevarle a patadas; y le aseguro que esto último no es muy
recomendable.
Él, aún con
lágrimas en los ojos, miró el documento y, completamente derrotado
y resignado, cogió la estilográfica y lo firmó.
La mujer sonrió y
cogió el documento. Acto seguido, oprimió un botón de un
comunicador que había en uno de los extremos del escritorio.
– Pueden
llevárselo.
La puerta se abrió
y volvió a entrar por ella el hombre vestido de negro, quién le
cogió suavemente por un brazo y lo levantó de la silla.
– No se preocupe,
señor Gómez –dijo la mujer mientras guardaba el documento –.
Dentro de diez mil años tendrá su primera vista y, dependiendo de
como se haya portado, podría recibir la libertad condicional.
– Se suponía que
esto era un milagro –dijo él mientras el tipo de negro se lo
llevaba fuera de la habitación.
– Los milagros
son en otro departamento -fue la respuesta de ella.
Él desapareció
por la puerta arrastrado por el tipo de negro. Una vez sola, la mujer
volvió a oprimir el botón del comunicador.
– Haga pasar al
siguiente.
Poco después, la
puerta volvió a abrirse y un nuevo tipo vestido de negro, diferente
al anterior pero vestido con la misma ropa, entró por ella
acompañado de otro hombre. Se trataba de un tipo joven de piel
oscura y con una espesa barba, tenía pinta de ser musulmán y
llevaba atado al cuerpo un cinturón de explosivos. No paraba de
mirar a todos lados desorientado y muy extrañado.
La mujer volvió a
reír.
– Déjeme
adivinar. A que se está preguntando donde están las vírgenes que
le prometieron...
FIN
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